Sin quitarse el pijama, Eratóstenes custodia su biblioteca. Las sumas de ángulos rectos forman las estanterías de libros que rodean el salón, donde está la escultura de Paco Palomino, el ajedrez de mármol con las sillas de mimbre; dos finos cuerpos de hierro de aquel artista alemán que vino a parar a Tenerife, la caja de madera con el Origen de la vida de Oparin y una edición de Por qué no soy cristiano, de Russell; la vitrina con las lanzas guanches, un gánigo reconstruido, la piedra de moler sobre la chimenea inútil; más vivos que muertos en los portarretratos. Sí, la biblioteca rodea todas estas cosas que mi madre limpia cada mañana con su paño efectivo. Ha vuelto a fumar y el humo es una nube que llega hasta el techo, donde se pierden sus pensamientos. Eratóstenes se levanta y extrae de una repisa la enciclopedia canina, que conoce bien y siempre le gusta revisar. Observa el equilibrado pastor alemán, el caprichoso pequinés, la bondad implícita del bóxer. Eratóstenes saca la versión en ruso de Cien Años de soledad que no puede leer porque no sabe ruso. Extrae El Desierto de los Tártaros y casi recita: «Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino…». Extiende sus brazos flacos y junto a una foto de Stalin, que todavía defiende, coge el diario donde escribíamos y dibujábamos cómo estaba creciendo la casa y nosotros: los nombres de los gatos, el trillo en el muro del empedrado, las pencas, los negritos que bailaban alrededor del fuego en algún lugar de África; una niña con coletas, la prolongación a rotulador de un tajinaste; un relato, una jaula de pájaros, un poema inconfesable, un certificado de vacunación. Y como si ya no hubiera nada que contar, todos dejamos de escribir en ese diario, aunque en realidad, era un álbum de fotos. La casa ya estaba hecha y nosotros habíamos crecido, o eso creíamos. Lo olvidamos en la biblioteca, que afortunadamente custodia Eratóstenes y donde el mundo se mide en pijama.