Los nacionalismos no dejan de ser un instrumento de dominio a favor de una “identidad” que integra costumbres, una manera de ser, una historia, un paisaje y símbolos convenientemente conectados: deporte, gastronomía, folclore, religión. El miedo a la intemperie acecha, pues ¿qué haría un hombre, un pueblo, sin identidad?. Uno entiende que ese “sentimiento” compartido en la Red, en actos institucionales, en las noticias, intenta transmitir que no participar, o al menos, dudar de la credibilidad de “lo nuestro” supone plegarse, ceder, dejarse dominar, seducir, por otras fuerzas, políticas, ideologías o colectivos, igual de dominantes. Resultaría terrible entonces “ser conquistado” y la falta de esa identidad sería fatal.
Los nacionalismos llevan a la confrontación, a cerrar en vez de abrir, a la diferencia como fin, a un ensimismado resentimiento, al populismo. Existe una potente metafísica de la bandera disfrazada de “lo nuestro”, de los que lucharon por “lo nuestro”, una nostalgia revisionista de lo que fueron otras circunstancias que lejos está de querer la cultura entendida precisamente como el conjunto de esos símbolos, costumbres, respetables la mayoría, pero no inamovibles. Una cultura que siga su curso con otra mirada, que haga a los individuos más libres, poseedores de autonomía y razón suficiente para saber que lo nuestro es de todos, no de unos sobre otros. Dicen que el nacionalismo se quita viajando. No creo. Más bien se ha de quitar pensando.