La realidad imaginada ha permitido que muchísimos extraños puedan cooperar con éxito. Las religiones, las corporaciones, el mercado, los derechos humanos, el dinero, la justicia social, la libertad, el Estado, las marcas de coches o de hamburguesas solo existen en la imaginación. Son ficciones y no realidades objetivas como lo es un árbol, un río o un par de monedas. Esa capacidad unitaria, de “confianza” que ha tenido la ficción para ir más allá de los árboles o los ríos, de las cosas que realmente existen, hizo que el hombre y sus sociedades se extendiesen por el planeta y dominarlo. La llamada “revolución cognitiva” fue el principio de esa dominación y exponente de la agricultura, la revolución industrial y la tecnológica. Todas apoyadas en la idea del progreso, de la confianza en el crecimiento y en definitiva, en que las cosas pueden siempre mejorar, aunque haya que dejar mucho por el camino (animales, plantas, niños, guerras, ciudades, países, bosques y océanos).
Así, la realidad imaginada mantiene vivo el mito de que la “prosperidad” del capitalismo consiga minimizar las cotas de desigualdad e injusticia mundial que ella misma ha creado, pues salvo algunos intentos fallidos de cambiar las cosas, no ha existido en el mundo moderno otra manera de concebir la vida, las relaciones comerciales o la organización social. El futuro nadie lo sabe. Parece que las máquinas y la información que ellas tienen de nosotros acabarán incluso manipulando nuestros deseos. Las bicicletas de montaña, zapatillas de deporte, los billetes de avión o las habitaciones de hotel que invaden sin permiso nuestra pantalla del ordenador no son una casualidad.
De esto y otras cosas habla Yuval Noah Harari en su libro Sapiens, de animales a dioses, una breve historia de la humanidad (Debate). Un trabajo riguroso, sin redundancias, con un lenguaje claro y muy instructivo. Es el joven Harari, nacido en el 79, profesor de historia en la universidad Hebrea de Jerusalén, una fuente de reflexión e inspiración. Un libro necesario que despierta el interés para seguir preguntándonos hacia dónde vamos, cuál es nuestro fin, qué queremos realmente. Según Harari nos hemos convertido en dioses sin tener que “dar explicaciones a nadie” y “con solo las leyes de la física para acompañarnos”. Esto ha tenido sus consecuencias: un cierto desasosiego, el sentirse extraño, el deseo infinito. Y el profesor pregunta: “¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?”.