Hace tiempo que no llueve con sentido común. Parece que el verano le debe algo al invierno o viceversa. Una mañana de marzo puede oler a julio y una tarde de abril a diciembre. Los anticiclones llegan y se van, las borrascas entran y forman espirales y dejan el agua en la tierra. Pero no podemos cambiarlas, sino anunciarlas, horas, días antes, y decir: “se prevén lluvias fuertes” y poco más después de dar un aviso de color amarillo, naranja o rojo. El rojo es la catástrofe total. El amarillo es una advertencia bienintencionada.
Esta mañana cayó un aguacero tropical, algunos segundos de lluvia intensa que embarraron las aceras y sorprendieron al mar. Ayer llegaba el agua caliente a la orilla; síntomas extraños, las gaviotas volaban bajo, los pájaros andaban escondidos, un frío cálido y un cielo gris. Esta tarde rayos y truenos en la misma batalla, no muy lejos de aquí. Ahora llueve casi sin querer, formando pequeños charcos donde se escuchan las gotas caer. Y uno agradece este regalo inesperado que te mete en casa.
En el edificio de enfrente hay tres balcones que hacen esquina. El primero y el segundo tienen las luces encendidas y la puerta abierta. En ambos se puede ver el salón y la entrada. Las cortinas son del mismo color y la ropa tendida está puesta de la misma manera. El de arriba, en cambio, está cerrado y oscuro. El balcón vacío. No debe vivir nadie desde hace mucho tiempo.
Para mañana anuncian que esto continúa hasta que decida marcharse.