La mili fue para la mayoría de la gente una historia de soledad. Pocos han aprendido algo bueno de aquel periodo de obligado cumplimiento convertido en un relato de penosas anécdotas surgidas de sobrevivir al cuartel. La dignidad pasaba por hacerse “un hombre” a costa de interrumpir la juventud para servir, siempre servir: a un cabo, a un brigada, a un sargento, a una formación, a un castigo, a una bandera, a un país. El recuerdo de lo que pesaba a el fusil cetme, de la humillación para los que menos destrezas tenían en las artes militares, de los primeros días de miedo e infinita incertidumbre, queda en la memoria sin que poco se pueda hacer. Antonio Muñoz Molina recoge en ‘Ardor Guerrero’ aquellos años de adaptación al embrutecido ecosistema cuartelario de la época. Los libros de la pequeña biblioteca donde se escondía salvaron al escritor una vez más.
Ahora encuentra uno ‘Ardor Guerrero’ en los estantes de una tienda de segunda mano que vende ropa, calzado, muebles y libros. Estaba colocado como si necesitase otra oportunidad antes de pasar a una peor vida, con unas páginas cada vez más amarillas que parecen haber respirado de nuevo al abrirlas; una suerte de ser leído por otras manos para saber lo que se sentía en aquellos años ya lejanos. En 1979 yo solo tenia un año. No hacer la mili, veinte después, se llamaba “prórroga”. Era una libertad acordada por los estudios, como un intento condicional de postponer tu ingreso a favor de desarrollar la posibilidad de pensar, de coger otro camino de un ejército que luego, afortunadamente, pasó a ser profesional.
Las historias del cuartel y sus mitos son entretenidas de escuchar desde la distancia hasta para los que las cuentan, porque todo el mundo tiene su propia odisea entre aquellos cuarteles que no era más que una lucha por no salir demasiado dañado de la aventura. Mi padre me ha comentado que escribía algunas cartas de amor para las mujeres de los soldados analfabetos. Que un minúsculo transistor le salvó muchas noches de oscuridad en los pabellones donde la luz se apagaba porque sí. Que empezó a leer a Nietzsche y dejar de creer en Dios. Que un barco rumbo a las islas desde Cartagena no salió el día fijado y y tuvieron que regresar al cuartel . Que había gente a quién pegaban e insultaban. Que su madre le enviaba cajetillas de tabaco. Que con el tiempo pudo pasar a una oficina y montar un pequeña biblioteca. Que escribió algún discurso patrio para algún mando con felicitaciones incluidas. Que odiaba todo aquello. Que ‘Ardor Guerrero’ le recuerda aquellos años olvidados , escondidos en alguna parte de la memoria, recogidos en las páginas que otra vez respiran y que uno imagina como si fuera aquel chico de gorra y fusil.