Una caracola permaneció muchos años en el baño de la casa, al lado del lavabo, donde todas las noches mi padre metía los pies, en un acto casi purificador que le permitía irse a la cama con cierta tranquilidad. Esa caracola luego pasó a segundo plano, a la repisa, al lado de las cremas, de los cepillos de dientes y los champús que mi madre amontonaba sin pudor. Siempre me pareció un milagro poder escuchar en aquella caracola lo que muchos afirmaban que era el mar. Su mecanismo, su forma laberíntica, similar a los misterios del oído, permitía también hacerla sonar, con suerte, como una llamada ancestral, un acierto de trompa que anunciaba la llegada de algo extraordinario.
Lo que no queremos ver pasa desapercibido hasta que lo relacionamos con algo que nos afecta. A partir de este momento lo encontramos por todas partes: mujeres embarazadas, coches, canciones que recuerdan a momentos, nombres y caracolas. Esta mañana, en otro baño, había una de ellas decorando la cisterna. Supe que venía de una playa de Panamá, y por alguna razón, aquí fue a parar, huérfana de toda su naturaleza. Esta semana, por trabajo, pude ver como una muchacha sostenía un bucio, la caracola de Canarias, la que soplaban los guanches. Una muchacha que se cubría con la bandera de su tierra, de mi tierra. Intentaba sin éxito sacarle sonido a aquel instrumento de “identidad”. Lo intentaba una y otra vez mientras abrazaba la bandera.
Las banderas han dejado muchísimos problemas en el mundo, las banderas y los símbolos. Todos, mecanismos de pretendida cohesión social, territorial, vecinal, planetaria, casi siempre de identidad superlativa, de fronteras imaginarias, impuestas o combatidas con violencia a cambio de dinero y de poder y no de dignidad. Banderas que de vez en cuando desempolvan batallas innecesarias, erróneas interpretaciones de la historia y que sacan el perfil más bajo de la condición humana, el fanatismo inoportuno, la justificación de una lucha que no tiene sentido, la revisión de un pasado desde la sordera. Uno se pregunta qué es la identidad y si no es posible reivindicarla con más cultura, más civismo, y sobre todo, con más educación. Uno se pregunta si la identidad no se forja desde todas las partes a donde va, la música que escucha, los libros que lee, los amigos que tiene, las personas de las que aprende. Pero no, la identidad aguarda en las sombras que irrumpen y sacuden conciencias a cambio de no sé qué lucha: el empeño de unos en reivindicar un país bajo el paraguas de la “legalidad” más reaccionaria, y otros en convertirse en abanderados de una “identidad” desorientada. En ese momento, al ver el bucio que la muchacha sostenía entre la multitud, preferí pensar que dentro había un mar, lejano y pacífico, incesante, ajeno a todo el griterío. Un mar que la muchacha podía escuchar cuando quisiese, desde cualquier parte del mundo, sin fronteras.