Los muertos no nos esperan. Solo están en nuestros recuerdos y, como somos memoria, los cementerios se presentan como la negación del olvido. Ahí están, en las entradas de los pueblos y ciudades: tumbas, flores y nombres.
Ir de noche al cementerio suponía un reto que pocos intentaban. Nosotros, atrevidos imberbes, saltamos el muro y caímos en los pasillos del silencio. El asunto estaba en dar un paseo y asustar con la microhistoria aterradora que nos habían contado. No pasó nada extraordinario pero había que hacerlo para demostrar no se qué tipo de valor adolescente.
Probablemente hoy haya sido el día en que más gente ha hablado con los muertos, como si estuviesen escuchándonos, con la idea de encontrar algún consuelo a nuestras preguntas, problemas cotidianos, ambiciones, culpas, heridas sin cicatrizar. Consultas a las lápidas con jarrones olorosos. Pero hoy he tenido la sensación, casi por primera vez, de que allí no había nadie dispuesto a escuchar más peticiones.