Aquí los veranos siempre se han parecido todos. No recuerdo un verano de invierno. Cuando eras un adolescente vivías estos meses con una intensidad diferente, una energía difícil de describir, envuelta en salitre y sol, en la música de las fiestas y en la arena de la playa, cuando las toallas no eran necesarias y el presente parecía lo único que tenía sentido. Qué apetito daba el mar y que poco miedo las olas. Yo era un joven aficionado a explorar charcos para quitarle la vida a cangrejos despistados que no tenían culpa de nada. Yo era un joven torpe y delgado que resbalaba en el musgo. La cicatriz en la rodilla es fruto de aquel niño iluso al que dieron once puntos, “y tres internos”, insistía. Fue una de mis excursiones solitarias a las rocas, aquel mundo siempre diferente, con seres pequeños que entraban y salían de los charcos dejándose llevar por la corriente.
Un disco de Roberto Carlos sonó varios veranos. A mi padre le prestaron un apartamento cerca de la playa. Un disco de Joselito también sonó. Fue cosa de mi padre. Al rato varios extranjeros salieron a sus balcones en plena noche para escuchar la voz de aquel niño que nunca debería haberse hecho hombre. Un disco de Coltrane sonó otro verano, cuando me dio por malpintar cuadros.
Los amores de verano siempre se han perecido todos. No recuerdo un amor de verano como el de invierno.
Desde el balcón se ve la ciudad turística iluminada. Las luces comienzan cerca del mar y acaban metidas en las montañas, heridas por una idea de progreso, vestidas de apartamentos donde seguramente duerman en estos momentos familias enteras, gente sola, familias solas, niños, mascotas y gente entera. Esas montañas no puedan hablar, solo se limitan a soportar el peso los ladrillos que han levantado los hogares donde las personas hacen sus vidas sin preguntarse demasiado qué opinaría un puñado de rocas.
En La Caleta la noche parece haber sosegado el oleaje. Ahora el agua solo se limita a chocar suavemente contra las rocas y seguir el curso de la marea. Todo está en calma. Nadie camina por el paseo que bordea las casas y los restaurantes de pescado. Cerca del último restaurante hay una luz intensa dibujando un sendero dorado que atraviesa toda la bahía. La luz desvela el movimiento del agua donde tampoco parece haber nadie. El pueblo duerme bajo el incesante sonido del mar. Así será el verano, salvo que ocurra algo extraordinario.